Llevaba
tres meses de relativa tranquilidad desde su última visita, cuando recibí su
llamada. En cuestión de segundos mientras él saludaba, mi corazón latía a gran
velocidad; pensaba en que iba a llegar para desordenar mi vida, cuando aún no
me recuperaba.
En efecto, de nuevo estaba en Ibagué; y al tiempo que hablaba yo planeaba que excusa iba a utilizar para evitar verlo. Fue justo en ese momento cuando preguntó:
—¿Vamos a tomar algo?
—Sí claro.
El punto
de encuentro fue un bar de ambientación irlandesa; debido a su gusto por los cigarrillos
nos ubicamos en una de las mesas exteriores, lo cual no me disgustó, ya que el
ruido del interior nos hubiera impedido sostener una conversación. Me contó
sobre su viaje: esta vez fue a Canadá, estuvo principalmente en Ontario y
Quebec y como siempre había buscado sitios lo más cercanos posibles a la
naturaleza que no fueran tan populares, socializando con muchas personas y
gastando lo menos posible. Tomó la decisión de regresar a Colombia porque ya no
tenía dinero y un primo le había ofrecido un trabajo mientras volvía a
organizarse.
—Fue tenaz Coni —decía mientras me acariciaba suavemente la mano—. Los últimos dos días no pude comer. Menos mal en el aeropuerto, una pareja a la que le hice una caricatura me pagó bien o me hubiera desmayado del hambre.
—Y ahora, ¿qué vas a hacer?
—Pues mi primo vive en Cali. Pienso trabajar duro
unos seis meses y vuelvo a viajar. Tengo ganas de ir a Camboya y pues si puedo,
recorrer toda esa zona de la península indochina. Dicen que Angkor Wat es
espectacular. Tú también podrías cuadrar tus cosas y me acompañas dos meses —dijo al tiempo que me guiñaba un ojo y exhalaba el humo del cigarrillo.
Recordé
la última vez que me puse de loca aventurera con él, terminé comiendo hasta
carne de un lagarto raro que me supo a mier… y me quedaron los brazos llenos de
cicatrices. Pero no era solo eso. A diferencia de él, no podía darme el lujo de
dejar todo tirado e ir a recorrer el mundo por dos meses.
—No, tú sabes que no. De pronto algo más corto. Un
viaje de una semana quizás. ¡¿Qué tal si
vamos al Amazonas?! Sería el sitio perfecto para los dos ya que es selva pero
hay hoteles cómodos y no es tan caro.
—Sí. Puede ser —dijo mientras apagaba el cigarrillo en el cenicero
y me miraba fijamente, al final sonrió y sacó un paquete de su morral— por cierto casi lo olvido: te traje un detalle. No tenía plata para tus costosísimas camisetas
de “Hard Rock”, pero creo que te gustará.
Era una preciosa camiseta blanca
que tenía estampado en tonos rosas, azules y grises un motivo alusivo a las
cataratas del Niagara. Me emocioné mucho
al verla, era la primera vez que me traía un regalo. Lo abracé emocionada mientras él reía.
—¡Vaya! Parece que acerté en
grande.
Fuimos
los últimos clientes en salir del bar; si hubiera sido por nosotros, la
conversación, la cerveza y el cigarrillo se hubieran prolongado por varias
horas más. Pero la solicitud de la
camarera de cancelar ya que tenían que cerrar nos obligó a cambiar de
planes. No hubo necesidad de que me
preguntara si se podía quedar en mi casa,
por el camino pensaba en que afortunadamente no tenía mucho mercado y sí
un par de camisetas de mi hermano listas para ser catalogadas en la categoría: pijama;
ya que suele desocupar mi nevera y mostrarme toda su ropa deteriorada,
recordándome que vivimos en una sociedad de consumo donde la gente usa
demasiadas cosas que no necesita y acto seguido me pregunta sobre qué tengo
para desechar.
Tantas
veces se había quedado que ya no había necesidad de que yo le diera
indicaciones. Sabía que la habitación de
huéspedes se encontraba en el segundo piso, al lado del cuarto de televisión y
a seis metros del de mi madre; él mismo sacaba las sabanas del armario y tendía
la cama. Los primeros dos días se la pasó durmiendo; se levantaba
solo a comer y charlar un par de cosas. Mientras dormía, me asomaba por
momentos a la habitación y lo observaba. Estaba muy delgado y las ojeras
aún no desaparecían; sus
manos, su cabello, todo su ser, reflejaban que había soportado bastantes
carencias; pero también emanaba un olor especial difícil de describir, mezcla
entre pino y almizcle. Irónicamente su aspecto provocaba mi envidia; una vida llena de aventuras, sin responsabilidades,
no mirando más allá de unos cuantos
meses en su futuro y siempre alegre.
Inicialmente
pensé que se quedaría solo durante el fin de semana, pero no fue así; continuó
en mi casa por unos días más ayudando a arreglar desperfectos del techo,
podando las plantas, ojeando libros en la biblioteca, paseando a Venus y
cuidando a mi mamá. Siempre me enternece la dulzura con la que le habla, poniéndole
atención a sus largas historias y haciéndola reír con sus comentarios.
Un día llego
a la conclusión de que el sol le daba directamente a los muebles de la sala y
que eso contribuía a que se fueran decolorando, por lo cual decidió cambiarlos
de sitio y durante esta maniobra rompió un par de porcelanas, después de lo
cual sonrió de lado a lado y volvió a la historia de la sociedad de consumo, el
materialismo, etc. Ya después de siete objetos que me ha roto, ni me molesto en
descompensarme cada vez que hace eso.
En las
noches veíamos películas, jugábamos cartas, tomábamos cerveza o vino, nadábamos
en la piscina y en ocasiones salíamos por la ciudad. Una noche mientras veíamos “predestination” ya
con seis cervezas encima me quede mirándolo fijamente; él al darse cuenta me
pregunto:
—¿Qué ocurre?
—Me alegra estar contigo —le
respondí apretándole suavemente el brazo.
—A mí también me gusta estar
contigo Coni, pero…no quiero que te aferres. Recuerda que un día de estos me
iré.
—Sí, entiendo. —Contesté volviendo
a soltarlo y no volví a hacer ningún comentario durante el resto de la
película. Después decidí irme a dormir temprano.
Por
experiencia sabía que el tiempo de su estadía podía variar de días hasta meses,
y ni él mismo lo conocía. Entre más tiempo peor para mí, porque más duro me
daba luego su ausencia.
Realmente
eran sentimientos ambivalentes los que me provocaba; por un lado me encantaba
su compañía y encontraba en él las características del hombre que siempre había
buscado: su buen humor, nivel cultural, amor por los niños, los ancianos y los
animales, la actitud descomplicada ante la vida y los problemas, sus conductas
eran protectoras y de ayuda. Pero por
otro lado sus pequeños desplantes conscientes o no me ponían irritable: su
constante crítica a mi estilo de vida, sus eternas conversaciones telefónicas
donde me dejaba sola por quince minutos o más en un bar en vez de cortarle
rápido a la otra persona, la pedantería que desarrollaba ante ciertos temas
como literatura o cine, la facilidad con que se desprendía de mi compañía por
meses. El mensaje era claro: yo le caía
bien, pero no me amaba. No tenía corazón
para pedirle que se fuera, nunca lo había tenido, tal vez era porque tenía la
esperanza de que algún día llegara a agradecer todo lo que hacía por él y se
enamorara de mí; pero otras veces sabía que me estaba engañando y comprando
cariño. Me sentía patética.
Terminaron
siendo dos semanas y como siempre, sin previo aviso. Cuando llegué a casa ya
tenía todo listo y simplemente dijo:
—¿Me llevas al terminal? Hoy arranco para Cali.
La
primera vez que hizo eso ni siquiera se despidió. Dos meses después cuando
llamó a saludar le armé una pataleta de los mil diablos, le dije que cuando
alguien se había hospedado en algún lugar, lo mínimo que debía hacer por
cortesía era despedirse. Él se limitó a mirarme calladamente y con la mayor
tranquilidad, prometió que no volvería a ocurrir. En muchas cosas jamás
cambiaría, era imposible contar con él para un plan seguro; te podría jurar que
estaría ahí y después simplemente no aparecería. Te llamaría tres o cuatro
meses después como si nada hubiera pasado y al tratar de decirle que te quedó
mal en algo importante, daría todo un discurso de la patológica dependencia de
los seres humanos a estar con otra persona.
Pero en
esto cedió; aprendió a despedirse.
Paradójico a su conducta habitual tan desprendida, suele dar afectuosos
abrazos y promete estar en contacto.
Cosa que cumple… tres meses después.
Luego de comprar el tiquete lo acompañé por quince minutos mientras abordaba. El calor era insoportable, se sentía denso el aire y ambos comenzamos a sudar; decidimos comprar un par de botellas con agua y ubicarnos lo más cerca posible del aire acondicionado.
—Gracias por todo. Tú siempre estás para mí. Tan
linda. –Decía al tiempo que jugaba con un mechón de mi cabello.
—Con gusto. Pero eres muy confiado. No siempre voy a
estar ahí. La próxima vez que vengas de pronto estaré de viaje o no quiera
verte.
—Si es probable que estés de viaje. —Respondió al tiempo que comenzaba a jugar con otro mechón— En ese caso me divertiré un poco por la ciudad, me levantaré un dinero y
partiré. Pero siempre me querrás ver.
—¿Por qué tan seguro? —le dije elevando levemente el tono de mi voz y alejando mi cabello de
sus manos.
Se acercó
y me dio un suave beso en la boca.
—Porque tú me amas Coni.
Y se dirigió
hacia el punto de chequeo. No se molestó ni por un segundo en voltear y mirar
mi reacción. Simplemente se fue... maldito.