Mario y yo nos hicimos
buenos amigos desde primer semestre, y por el camino armamos un grupo de
estudio con otros cinco compañeros, pero el lazo más estrecho era entre los
dos. Tal vez fue por eso, que cuando me
conto que tenía SIDA me puse nerviosa, caminaba en círculos y me decía a mí
misma que no podía ser. Al principio, el conservó la calma, después de un rato
me abrazo y me dijo al oído:
-Necesito que seas
fuerte. Me voy a volver un paria y voy a
terminar muriendo en forma horrible. Por
favor, no me falles ahora.
Sentí mucha vergüenza
después de que me dijera eso, así que a
partir de ese día puse mi mayor empeño en mostrarle una actitud positiva. Pasamos quinto semestre sin mayor
problema, farmacología parecía ser una
materia difícil para muchos, pero para nosotros fue incluso divertida. Progresivamente, notamos que el grupo de
estudio se fue abriendo y en otras actividades, como ir a cine o a bolos
tampoco nos incluían. Nos extrañamos un
poco, pero finalmente como andábamos los dos, parecía no hacernos falta nadie.
Cuando estábamos en
sexto semestre, fuimos un día a la cafetería del hospital. Todas las mesas estaban
llenas y nos sentamos junto a dos estudiantes que eran compañeras de nosotros. Su expresión fue de clara molestia, por lo
cual me limite a encoger los hombros y decirles que no había más sitio.
Mario tomo un sorbo de
leche y luego torció su boca como hacía cada vez que recordaba algo.
-Adri, cierto que la
leche me está cayendo mal. ¿Te la
quieres tomar?
-Sí, listo.
Se la quite y comencé a
tomármela. Fue entonces, que la estudiante que estaba al frente de nosotros
puso expresión de asco, acto seguido volteó a decirle algo a su compañera y las
dos me volvieron a mirar con la misma expresión.
-¿Pasa algo?
-¿No te da miedo?
-¿Qué cosa?
-Contagiarte.
No entendía
absolutamente nada. Al mismo tiempo, en
la cafetería comenzó un rumor sostenido en varias mesas, percibí que todos nos
miraban y comentaban algo acerca de nosotros.
En ese momento, Mario me tomo con fuerza de la mano.
-¡Vámonos! ¡Vámonos ya!
-No entiendo. ¿Qué pasa?
-Adriana o sales ya
conmigo o te dejo sola. ¡Vámonos!
Cuando estuvimos solos
me explicó todo. De alguna manera la
gente se había enterado de que tenía SIDA.
No sabíamos cómo; todos los exámenes se los habían hecho en otro
hospital y no tenía aun señales clínicas de la enfermedad. Lo cierto es que Mario tenía toda la razón,
cuando decía que iba a volverse un paria.
Nos quedamos recapitulando lo que había pasado en los últimos meses y
todo quedó claro. Por eso no nos
volvieron a invitar a nada, incluido los grupos de estudio. Hasta algunos docentes, parecía que lo
excluían también de actividades académicas.
Por un par de meses el
continuó asistiendo, pero el rechazo se hizo cada vez más evidente. Llegó al
colmo, de que si nos sentábamos en algún sitio la gente se paraba y se
iba. Estaba indignada; se supone que éramos estudiantes de medicina. Si alguien debía saber de esta enfermedad y
mostrar un grado de consideración, por encima de la mayoría, éramos
nosotros. Pero no era lo que ocurría.
Un día Mario fue a mi
casa y me dijo:
-No voy a volver. El coordinador de cirugía me habló ayer y
dijo que mi caso es delicado, que podía contaminar a los pacientes. Se van a reunir para discutir que hacer conmigo.
-Pues que miren que se
puede hacer, pero tampoco la idea es retirarte de la carrera. O eso creo yo.
-No es solo eso
Adriana. Ya no puedo más con el
rechazo. -guardo silencio por un breve
momento y continuó- Mi familia y yo nos
vamos de la ciudad.
-Pero… ¿Te vas muy
lejos? Podría visitarte.
-No se aún. Tan pronto sepa te aviso.
Nunca más volví a saber
de él. Lo llamé varias veces sin que me
contestara, y cuando fui a su casa me informaron que ya se habían mudado. Han pasado casi veinte años; ya debió
haber fallecido. Hubiera querido
acompañarlo hasta el fin, estar ahí, brindarle apoyo; pero fue su decisión. Una que aun ahora me
cuesta entender.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario